Óscar Gabriel Chaidez 

A mi perra muerta 

Espero no me hayas guardado rencor. —

Por no acariciare con completa entrega; 

por no demostrarte con cada uno de mis actos 

que te quería.  

Pero te aseguro que te quería. 

Quizás no de la misma forma 

con la que tú querías, pero te quería.  

A mi manera: fría, indelicada 

a veces cruel.  

Pero te prometo que te quería.    

Aunque al principio huyeras de mí. 

Porque mis pasos eran fuertes 

y te asustaban; porque no sentías 

la ternura de mi mano a cada rato; 

porque no siempre te dejaba 

salirte con las tuyas.

Sí, te quería.

Aunque los querías mucho más a ellos 

por quien te sacudías y ladrabas 

cuando llegaban; 

a pesar de tu indiferencia:  

miraba los ojos con que me veías—

no eran los mismos con que los veías.

Te quería, te protegía. 

Te caminaba. 

Aunque a veces a fuerzas, 

pues me cansaba de parar a cada rato 

para que olieras orines, o cagaras.  

¡Sí, me hartaba! 

Pero luego veía tu cara ilusionada 

tu energía inagotable 

y no podía negarme.  

Cuantas tardes recorrimos juntos

las mismas calles obscuras y desiertas. 

Cuantas noches 

nos acompañamos en nuestra soledad.   

Te veía con cierta envidia 

y te decía: qué fácil es ser perro. 

Tú, con tu mirada vaga, ni volteabas.  

Te apresurabas al llegar al parque, jalándome 

con fuerza 

espantando a los pobres patos.  

Me sorprendía lo mucho que aguantabas—

cuanto caminaban tus pequeñas patas.  

Sacabas la lengua, cansada.  

De repente parabas, pidiéndome descanso.  

Yo cedía un instante, pero luego te jaloneaba, 

diciendo “¡Vamos Jessa, vamos!” 

Vamos, Jessa, vamos, te dije, 

acariciando tu cuello cuando te enfermaste.  

Come algo, ponte bien. 

Pero tu hora había llegado.  

Sé que me querías 

tú también me querías.  

Venías a mi 

cuando nadie estaba; 

aunque no brincaras cuando yo llegaba 

te asomabas; 

y aunque me miraras con indiferencia  

me mirabas.