Martha Bátiz

Cambio de ruta

El día empezó como cualquier otro. Nos levantamos temprano para ir a trabajar. Él iba con prisa a una junta, de modo que me tocó a mí alzar los platos del desayuno antes de salir. La noche anterior yo había llegado tarde de trabajar y había ido directamente a la recámara a acostarme, porque me había dolido la cabeza desde el mediodía, de modo que no me di cuenta, hasta la mañana siguiente —esa mañana— de que él no había limpiado la barra de la cocina. Había manchas de salsa boloñesa también en el micro-ondas. Le explotó la lasaña congelada otra vez, pensé, y no se tomó la molestia de pasarle un trapo aunque sabe que me detesto el olor del jitomate, en particular ahora. ¿Por qué le tengo que decir todo mil veces? Miré el reloj y decidí limpiar antes de irme para no encontrar todo más sucio aún a mi regreso. Bañar en Windex la formaica y limpiarla con una servilleta de papel nuevecita siempre me produce un extraño placer, no sé por qué. A él le gustaba mirarme limpiar la cocina. Se quedaba en la mesa observándome, decía que le parecía sexy cómo se mecía mi cuerpo, aunque yo sé que no estaba hablando de mi cuerpo completo sino de ciertas partes de mi cuerpo a las que llamaba “mi postre”. Al principio me daba ternura y risa, pero desde que supe que estaba embarazada ya no me gustó que hablara así de mí. No solo me molestaba eso, sino que diera por sentado que iba a limpiar siempre la cocina, como si fuera mi obligación, o una labor que me tocara en exclusiva. ¿Qué tal que le daba por decidir lo mismo con respecto al cuidado del bebé? No había tocado el tema por temor. ¿Temor a qué? Fue ahí, mientras tiraba la servilleta mojada y sucia, que me di cuenta de que esa noche, al volver de la oficina, tendría que hablar con él. 

Pasé el día entero distraída por las náuseas y buscando las palabras adecuadas para explicarle por qué era importante para mí que hiciera consistentemente todo eso que se empeñaba en hacer con intermitencia: limpiar la cocina después de usarla, levantar la taza del baño, no dejar los calcetines en el piso. Si vamos a tener un bebé, pensé, no puedo ser la única encargada de mantener la casa en orden. También estaba el asunto de mi cuerpo. Referirse con respeto a mi cuerpo. Estoy creando un ser humano nuevecito dentro de mí, pensé, al menos merezco respeto por eso. Volví temprano a casa creyendo que llegaría antes que él. Sentía mucho sueño y quería recostarme unos minutos, pero cuando entré él estaba tendido boca abajo a todo lo largo de la cama, roncando. Sus calcetines en el suelo. ¿A qué hora había llegado? ¿Y por qué justo hoy? Fui a la cocina por agua y me encontré un plato con migajas de pan sobre la mesa. Había migajas en el piso también. Qué ganas de tener un perro que las limpiara con la lengua, yo no tenía energía para agacharme a pasarles una servilleta húmeda por encima, como solía hacer. 

Fui a acostarme al sofá y me quedé profundamente dormida hasta que sentí unas manos recorriéndome el pecho. Era él, que desabotonaba mi blusa y me acercaba la boca. 

−Es hora de la cena y me dio hambre −dijo sonriendo−. Tengo que aprovechar antes de que me toque compartir estas delicias con el bebé.

 Y mientras metía su mano entre mis piernas yo cerré los ojos y me di cuenta de que nada de lo que había pensado en la oficina, nada de lo que planeaba decirle, iba a servir. Todo en mí había cambiado de golpe. Cuando me preguntó si lloraba de alegría le dije que sí por decir algo. Para qué mencionar que en realidad le estaba pidiendo disculpas en silencio al bebé. No tenía caso atrasar lo inevitable. Al día siguiente él se iría a trabajar. Yo empacaría lo esencial para marcharme, primero, a una clínica de control del embarazo no deseado, y después a un hotel. 

−Yo también estoy feliz contigo, mi amor −me dijo él tras el espasmo−. ¿Qué hay de cenar?

 Vacíos, pensé responderle, pero me quedé callada. Ya lo averiguaría.   

Bio

Martha Bátiz es una escritora nacida en la Ciudad de México pero que vive en Toronto, Canadá, desde 2003. Ganadora de varios premios literarios internacionales y doctora en literatura por la Universidad de Toronto, es autora de las colecciones de cuentos "A todos los voy a matar", "De tránsito", "Plaza Requiem: Stories at the Edge of Ordinary Lives" y la novela corta "Boca de lobo", traducida al inglés como "Damiana's Reprieve" y al francés como "La gueule du loup". Su libro más reciente es "No Stars in the Sky," publicada por House of Anansi Press.