Margarita Pintado Burgos

MUCHA SAL

El mar aquí es más salado, dice mi hija mientras tose y sacude su cabecita como tratando de sacarse de adentro el súbito exceso de sal. Tiene 5 años vividos en la ciudad de San Diego. “Have you tasted it, mommy? It’s too salty.” Dice que la sal hace que los ojos ardan más y que la garganta tarde en reponerse. Le digo que no me había dado cuenta de eso porque no suelo nadar allá. El mar en San Diego es frío, demasiado frío para la mujer que soy yo. Le digo que no se preocupe, que se va a acostumbrar al sabor del mar acá. Me mira dudosa, pero el deseo de zambullirse es más fuerte. Esta vez vamos juntas a sentir la calidez de este mar que nos envuelve en su seda resbalosa. 

Siento toda la aridez acumulada deshacerse. 

Dejo que la próxima ola me arrastre y decido, para comprobar lo que ha dicho Nina, abrir la boca y tragar un poco de mar. Es cierto que la sal es más espesa, más rica, más definitiva. Imagino que ha de ser también más reparadora. Le digo que tiene razón, que este mar es más salado, pero que a mí me gusta, que es un alivio no sentir los cuchillos helados del pacífico sino este manto delicado que te abraza. 

Estoy flotando sobre peces transparentes: “acá hay más peces en la orilla que en San Diego, ¿verdad Nina?”, comento, y ella asiente mientras se estira, segura, sobre los marullos. Ya se acostumbró al sabor del mar. Ahora recuerdo que mientras más sal tenga el mar, mejor se flota. La densidad empuja el cuerpo hacia la superficie, lo libera al separarse. Le explico a Nina la belleza de este lado del mundo en donde es más fácil flotar. Ella sabe que intento venderle esta playa, esta arena, este cielo desgarrado varias veces al día por un aguacero. Lo aprecia, a veces me mira como miran las mamás. Supongo que aprendió esa mirada de mí. Es mágico, es desconcertante adivinarle gestos así, sentir su cuidado, sus 5 años de experiencia de vida en esta tierra sobre mí que sigo siendo una mamá siempre aprendiz.