Julio Puente García

Hasta la vista, Babies 

Alicia, testigo carnal de los hechos, nos contó esta historia. No recuerdo bien el día exacto, pero corría el mes de febrero, esa época en que los canales de riego en el Valle no son más que unos arroyos fangosos sedientos de las aguas amarillentas de la represa que cubren las siembras en primavera y manchan nuestros lavabos por el resto del año. Por esas fechas asistíamos a nuestras lecciones de octavo grado en las mañanas. Por las tardes, a falta de mejores opciones, salíamos de casa montados en bicicleta en busca de peces largos como anguilas que se revolcaban entre el lodazal y que nosotros atrapábamos con nuestras propias manos.

Teresa, Kiko y yo habíamos cruzado la frontera sur de California año y medio después de aquella famosa visita, pero desde los primeros meses en el Valle oímos rumores sobre las tres mujeres que se atrevieron a encarar al visitante. A pesar de la amistad que habíamos construido con Alicia desde principios del séptimo grado, ninguno de nosotros se había atrevido a interrogarla sobre el asunto.

Ese día, antes de cruzar las vías del tren frente a las últimas casas blancas del pueblo, Teresa se animó: 

––¿Y cómo iba vestido, Alicia?

Alicia rehuyó nuestra mirada contemplando los baches del camino de terracería y dejó de pedalear por varios segundos. Su bicicleta fue quedándose atrás entre el polvo. Nos detuvimos a esperarla bajo un viejo pino de ramas caídas que ya comenzaban a enraizar a pesar de la sequía que se había extendido por varios años en el Valle. Antes de que Alicia nos diera alcance, reprochamos con muecas el atrevimiento de Teresa. Ella se encogió de hombros y al ver pasar a Alicia frente a nosotros, insistió: “¿Entonces?”

––Normal ––respondió Alicia con voz apenas perceptible.

––¿Cómo normal? ––preguntó ahora Kiko, volteándome a ver como si esperara una queja de mi parte.

––Sí. Normal para él ––dijo Alicia un poco más tranquila. Luego continuó con voz pausada: “Bajo la gabardina de piel traía una playera color caqui con un estampado sobre el corazón que mostraba dos pesas de cien libras y un par de pantalones militares que no le cubrían los gruesos tobillos. Los lentes oscuros se los quitó solo por un instante para comprobar lo que sus ojos veían, pero fue incapaz de mantenerles la mirada.”

–– Y tú, ¿qué estabas haciendo ahí? ––pregunté yo.

“Quería conocerlo. Ese día me hice la enferma y no fui a la escuela. Sabía que los mayordomos de los ranchos acarrearían a la gente hasta la represa como se los habían ordenado los rancheros. Papá, si quería seguir trabajando en los campos de espárrago, no podía faltar. Mamá insistió toda la noche en que ella y Natalia debían estar también ahí. Papá se oponía. Decía que aquel encuentro no era para mujeres y que el tipo musculoso no era ningún médico.”

Llegamos a la zona del canal que habíamos elegido el día anterior conscientes de que esta sería la propicia para nuestra tarea. Nos acercamos a la orilla todavía sin desmontar las bicicletas y pudimos observar cómo se retorcían los peces aún vivos entre los que habían ya fallecido en la charca hedionda a azufre. Apoyamos las bicicletas contra un muro de adobe que protegía un viejo altar de muerto con flores secas colocadas en un tarro duraznero y una fotografía descolorida en el centro.

En silencio, nos sentamos sobre el borde sur con las piernas colgando hacia adentro. El canal debía tener unos dos metros y medio de profundidad y seis de ancho. La tierra de sus paredes no era parda como en verano, sino casi negra con estrías de colores azul cobalto y bronce. La charca con los peces se hallaba hacia el lado norte. Antes de entrar, nos despojamos de los tenis y las calcetas, doblamos nuestros pantalones de mezclilla hasta las rodillas y colgamos las sudaderas en los manubrios de las bicicletas. 

Cuando Kiko y yo nos preparábamos para sujetar de los brazos a Alicia para que esta descendiera al fondo, Teresa volvió a preguntar: “¿Pero no hizo nada? ¿Siquiera les contestó?”

Alicia pegó un salto y cayó sobre el lodo. Con sus pies descalzos salpicó chorros de agua sucia sobre las paredes del canal. De espaldas a nosotros, respondió:

“No entendió bien. Mamá le gritaba: “¡Es por su agua, es por su agua!” Y él decía: “Sí, sí, a-wua. Hasta la vista, hasta la vista…”

Me agarré de la mano de Teresa y salté junto a Alicia y Kiko. Teresa me pasó las ramas secas para distribuirlas. Los cuatro rodeamos la charca separando los peces muertos. Uno tras otro fue jalado por las ramas mientras arrojaba espuma aceda por la boca o perdía alguno de sus ojos gelatinosos entre el fango. Amontonamos los cadáveres sobre un costado. Kiko sacó de la charca un pez que estaba a punto de morir asfixiado y lo colocó frente a la cara desprevenida de Teresa. Esta le dio un manotazo y terminó por estrellarse contra los labios de Kiko. Teresa y yo nos reímos al ver cómo Kiko intentaba desprenderse de la porquería escupiendo un líquido viscoso. Alicia se mantuvo callada. 

Yo aproveché para preguntarle: ¿Y cómo llegaron a la represa, Alicia? ¿Los llevaron caminando?

Alicia suspiró y levantó la vista del charco, pero en lugar de ver los cielos grises, cerró los ojos. Poco a poco volvió a abrirlos y comenzó:

“La idea original era esa: caminar entre los campos por cuatro horas y subir los cinco kilómetros en fila india por la orilla de la Carretera 152. El problema para los rancheros empezó porque los hombres no siguieron sus órdenes y muchos de ellos se presentaron con familias completas. El tipo seguía siendo popular y yo no era la única que había visto sus películas. Habría unos cuarenta chicos, la mayoría varones, y por lo menos tres docenas de mujeres. Los rancheros estaban furiosos. Nos dijeron que nos largáramos a cocer frijoles, pero nadie dejó su lugar. Tuvieron que llamar los autobuses y quemar diésel. Nos advirtieron que habría rebajas en los cheques quincenales.”

Nos acercamos nuevamente a la charca, esta vez hundiendo nuestros pies en el agua. Al entrar sentí un pinchazo en la planta izquierda. Me acerqué a la orilla para remover el material extraño, una especie de hojalata corroída por ácidos. No sangraba la herida, pero la piel había quedado marcada a su alrededor. 

Cuando volví al centro de la charca, Alicia tenía colocado el rostro a escasos centímetros del agua. Teresa y Kiko le preguntaban qué sucedía, pero ella seguía con la vista fija en uno de los peces más pequeños. Observé al pececillo desde arriba sin notar nada excepcional. Alicia metió sus manos en las aguas turbias. El pez intentó escabullirse, pero por un instante quedó atrapado entre sus dedos. Mientras Alicia lo levantaba para que los demás lo examináramos, el pez dio un coletazo y se perdió entre los más grandes. 

––Le faltaba la parte inferior de la boca ––dijo Alicia. 

––¿Y cuánta gente se juntó al final?, preguntó Kiko.

Esta vez, Alicia respondió sin demora y nos contó el resto de la historia sin que siguiéramos haciéndole más preguntas. 

“Serían unos treinta autobuses, más las camionetas 4x4 de los gabachos. Ellos traían incluso sombrillas para el sol y mesitas con sus sillas acolchonadas. A nosotros nos llevaban como sardinas. Los autobuses tienen cuarenta y dos asientos. Cada uno seguro cargaba más de sesenta personas.”

“Recuerdo que nosotros, junto a la gente del pueblo, llegamos tarde. El autobús se quedó en la subida de la 152, el motor se sobrecalentó. Entramos a pie por el cañón que lleva a la represa. De ahí en adelante no paramos de ver francotiradores encima de las lomas que rodean el noreste del Valle. Más tarde nos dijeron que su trabajo consistía en proteger al gobernador, pero a nosotros nos pareció que de repente entrábamos en una de sus películas. El deseo de conocerlo se transformó en nerviosismo.”

“Los rancheros habían armado una plataforma alta, de unos cinco metros, al lado de las compuertas de la represa. Detrás de la plataforma colocaron una pancarta en la que el gobernador aparecía montado en su motocicleta cargando contra las puertas de la represa. A no más de siete metros de la plataforma, los rancheros disfrutaban de su cerveza bajo las sombrillas. Casi todos portaban sus rifles de doble cañón, pero parecía que eso no les incomodaba a los pistoleros del gobernador. A nosotros nos tenían hasta atrás, formados en columna como soldados, apretados contra el cerro, sin agua.”

“El primero en hablar fue el alcalde. No se cansó de repetir que finalmente contábamos con un gobernador de verdad, que con su fuerza nos representaba cabalmente a todos los del Valle. Los gabachos apretaban sus puños en lo alto y pegaban de gritos sintiendo el efecto de la cerveza caliente. Frente al micrófono, los rancheros, uno tras otro, alabaron la historia y el valor del Valle. ‘Sin nosotros ––dijo alguno–– California se muere de hambre.’ Yo volteé a ver a un viejo canoso que entre murmullos se preguntó: ‘¿Nosotros?’ Desde el público, un gabacho de no más de veinte años con pistola en mano, dirigiendo su mirada hacia la pancarta, gritó: ‘¡Qué vuelva el agua! Turn on the pumps, Baby!’ Nosotros reímos juntos al oír su voz de briago.”

“Al concluir las carcajadas, escuché un rumor desde un costado y noté que mamá había encontrado a las otras dos familias. Vi moverse hacia el frente a las tres mujeres con sus bultos envueltos en los rebozos. Los dos hombres se acercaron a papá y a mí y se mantuvieron quietos sin decir ninguna palabra. Solo miraban hacia el frente con sus ojos tristes. Yo estaba ansiosa, a la espera de verlo llegar.”

“Bajó en helicóptero desde Sacramento. Cuando descendía al cañón justo por encima de nuestras cabezas, se levantó una polvareda que nos puso a toser a grandes y chicos. Los hombres se cubrían el rostro con sus gorras de béisbol y los gabachos se agarraban de sus sombrillas. En cuanto se asomó por la ventanilla una vez aterrizado, sonaron descargas de metralla por las bocinas. Nosotros pegamos un salto al escucharlas. Arnold abrió la puerta y sonrió al ver a los gabachos frente a él, todos con sus lentes oscuros y sus chamarras de piel negra levantando los brazos y gritando: ‘Yeah, Baby! Welcome to the Valley!’”

“Lo recordaba más joven, como en Terminator, pero lo vi desgastado, con barba crespa y canosa. Tampoco parecía tener la energía que mostraba en sus anuncios cuando se promovía como sucesor del demócrata. Parece que tenía prisa. Los gabachos prepararon su visita durante meses y él no duró más de quince minutos en el Valle. Con su inglés tosco, habló de la importancia de los productos agrícolas de la región, de la reparación de los canales de riego una vez que sus proyectos de privatizar las prisiones y eliminar ciertas restricciones para instalar más tiraderos residuales en la zona dejaran frutos económicos. Los gabachos corearon cada una de sus iniciativas hasta que escucharon que era absolutamente necesario proteger el ecosistema del Delta Smelt, el odiado pececillo que no permitía que se abrieran las compuertas de las represas del norte para que sus aguas bajaran al Valle. Enseguida los gabachos empezaron a abuchearlo y a arrojar los lentes oscuros contra la plataforma. Nosotros nos mantuvimos tranquilos, muy pocos entendían lo que estaba diciendo. En ese momento los gabachos voltearon a vernos y los que hablaban español nos exigieron que pidiéramos más agua. ‘¿Para qué los trajimos, animales?’ La gente empezó a gritar: ‘¡Agua, agua que hay sed, agua!’ Schwarzenegger pidió que sacaran la hielera y repartieran las botellitas de ciento cincuenta mililitros que traía en su helicóptero. Los gabachos dejaron el lugar entre la polvareda que levantaban sus camionetas.”

“Aprovechando el polvo y la confusión, mamá y las otras dos mujeres rompieron el cordón de seguridad y corrieron hasta alcanzar a Arnold, quien en ese instante bajaba del entablado. Fue en ese momento que mi madre le gritó lo del agua y le señaló la represa. Ante su pobre respuesta, al ver que se alejaba, mamá lo jaló de la gabardina y descubrió el rostro de mi hermana Natalia frente a sus ojos. Enseguida las otras mujeres hicieron lo mismo con sus pequeños. Arnold se quedó frío. Movió la cabeza lentamente de un lado a otro para contemplar los tres rostros malformados. Se quitó sus lentes oscuros rascándose la barba. Movió nuevamente la cabeza con desaprobación, dio media vuelta y caminó hacia el helicóptero. Mamá todavía le gritó: ‘¡Es por su agua, desgraciados!’”

“La gente tuvo que caminar de regreso. Los rancheros ordenaron a los choferes de los autobuses que volvieran sin carga. Nosotros llegamos a casa con la oscuridad.”

“Las otras dos familias dejaron el Valle al día siguiente. Natalia murió un mes más tarde, antes de cumplir su primer año. No teníamos con qué pagar los gastos del entierro, así que mamá y papá la pusieron en una caja de madera que usábamos para guardar los ajos y dejaron que la escasa corriente que bajó hacia el canal en primavera se la llevara flotando.”

Cuando Alicia terminó de contarnos la historia, los cuatro arrojamos las ramas a la charca. Subimos por las paredes del canal y nos preparamos para volver a casa. Todos estábamos listos para partir, excepto Alicia, quien se hallaba con la vista clavada en la fotografía del altar de muerto.

––También era niña ––nos dijo.

Los demás nos acercamos a la fotografía y vimos cómo la pequeña intentaba sonreír a pesar de la falta parcial del labio superior.

Teresa vació el tarro duraznero y se acercó a un huizache para cortar un par de ramas verdes que adornaran el muro de adobe. Kiko y yo arrancamos la hierba de alrededor y soplamos el polvo que cubría el altar. Alicia abrazó la fotografía, la limpió sobre su blusa y la depositó de regreso en su nicho. 

Bio

Julio Puente García was born in Mexico and migrated to the U.S. when he was nineteen years old. During his first years in the U.S., he was a farmworker in California, a job that his father has done for more than thirty years. Julio holds a Ph.D. in Hispanic Languages and Literatures from UCLA. In 2021, he won the Rudolfo Anaya Award (Best Latino Focus Fiction) at the International Latino Book Awards for Acrobacias Angelinas. His stories have appeared or are forthcoming in The Acentos Review, The Common (Jacinta Murrieta), Literary Hub (Stories from the Farmworking Community), Latino Book Review, Revista Cronopio, and the anthology Stories of Individuality as Rebelliousness. Julio teaches Latine Studies at Cal State LA.

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