Ariagor Manuel Almanza Avendaño

La anunciación

I

Lo despertaron punzadas en la espalda. La cruda, pensó por un momento, hasta que sintió agujas reventando su piel, riachuelos de sangre descender hasta sus tobillos. Movió con delicadeza a la joven que descansaba desnuda en su cama. Piel avellanada por la luz del mediodía. Ella sintió el odio temporal del cascarón reventado prematuramente. Envuelta en un aura de caguama, aguardó unos segundos para salir del letargo. 

  • ¿Qué tengo en la espalda? 

  • ¡Unas plumas! 

Daniel no se acordaba de su nombre. Esperaba que se fuera después de vestirse. O de almorzar, a más tardar. Pero ella se quedó hasta el anochecer. Lo cuidó cuando se desvaneció de dolor. Le trajo analgésicos de la farmacia que lo dejaron noqueado. Anotó su número telefónico en una servilleta. 

Las alas crecían más rápido que las uñas, el cabello, la barba. En unos días le fue imposible usar sus camisetas, tuvo que hacerles hoyos que abarcaban casi toda su espalda. Eran más largas y gruesas que las de un cóndor. Por fortuna en esos tiempos no necesitaba salir de casa, seguía desempleado. Vivía de las cosas que vendía, y de las personas que se dejaban robar. Intentó cortar las alas con unas tijeras de podar. Como descubrió que brotaban con más fuerza, decidió matar el tiempo hasta que terminaran de crecer. Música, videojuegos, chaquetas. Se acostumbró a dormir boca abajo y a los baños vaqueros. 

Las alas llegaron a medir casi lo ancho de su recámara. Aprendió casi instintivamente a extenderlas y encorvarlas a voluntad. Cuando se aburría demasiado del encierro, salía a caminar por la madrugada, cubriéndolas con un saco de lana. Con ligeros empujones de los vientos nocturnos, logró saltar fácilmente sobre la reja de la unidad deportiva. Su primer despegue ocurrió en una cancha de futbol. Al principio sentía las alas tan pesadas, que se desplomaba tras una sola vuelta. Por medio de la práctica se convirtieron en extensiones de su cuerpo, descubrió cómo mantener el ritmo entre aletear y planear. No eran vuelos ágiles de halcón, más bien parecía un pelícano con demasiados peces en el pico. Al paso de las noches se fue sintiendo cada vez más cómodo. Alcanzaba las puntas de las palmeras, reposaba en las cornisas de los gimnasios, perseguía lechuzas. 

Una tarde escuchó un golpeteo de huesos en su puerta. No eran frecuentes las visitas, le provocaban la sensación de ser un durazno caído devorado por hormigas. 

  • ¿Quién es?

  • Jenny. 

  • ¿Cuál Jenny?

  • Ja, ja, no te hagas – pero Daniel no bromeaba, ni había leído la servilleta. 

  • No estoy. 

  • Ja, ja, ya ábreme. 

  • ¿Qué haces aquí? – preguntó la cabeza de Daniel asomándose por el resquicio de la puerta. 

  • Es que nunca me marcaste. 

  • Lo iba a hacer – aunque no era cierto. 

  • Traje tacos. 

Daniel olvidó su juramento de ermitaño, traicionado por el hambre. Con la confianza de las personas que se conocen desde hace tiempo, Jenny hurgó en los muebles de la cocina en busca de trastes limpios. Daniel no podía recordar la última vez que alguien le había servido. Observaba con extrañeza sus manos vertiendo las salsas y el guacamole en recipientes de plástico. No tenía sentido, más trastes que no quería lavar. 

  • Déjame verlas – pidió Jenny con una sonrisa pícara. 

  • ¿Las nalgas? 

  • Ja, ja, esas después. Tus alas güey. 

  • Aguanta, ahorita que coma. 

Se levantó de la mesa, arrojó su saco en la alfombra y extendió las alas con fuerza, lanzando una ráfaga de viento que acarició tibiamente el rostro de Jenny. Con sus ojos de pistache contemplaba fascinada las plumas apiladas, como si hubieran abierto la puerta de un mundo milagroso, encantado, impensable para su tedio cotidiano. Las alas eran el órgano más excitante. 

  • ¿Puedo tocarlas? – pidió permiso, pues recordaba a sus amigas embarazadas que odiaban cuando les sobaban la panza como a un buda de restaurante chino. 

Jenny recorrió con los dedos cada región del territorio alado, como si tocara delicadamente un arpa. Hundió su rostro en las plumas para sentir su elasticidad. Olfateó su aroma a cielo, a polvo, a lluvia. Tras desprenderse de su vestido turquesa, tomó la mano de su ángel. Sin hablar, le ordenó que la envolviera entre sus alas, como un capullo de terciopelo. Cayó dormida profundamente, sin nada que desear en sus andanzas oníricas, pues al fin, la vida era sueño. Cuando despertó, arrancó una pluma para llevar consigo a su amado por todos lados. Le dio un beso mudo para no levantarlo, y salió del departamento rumbo a la garita, le tocaba el turno matutino. 

II

Empieza a moverse la banda. 

Rollos de papel de baño. Escanear el código. 

Leche. Escanear el código. 

Champú. Escanear el código. 

Se ha vuelto tan automático. ¿Un robot sería capaz de hacerlo tan rápido?

  • Son cincuenta y cinco con cuarenta y ocho centavos. ¿Va a ser efectivo o tarjeta?

Aún logra decirlo con una ligera sonrisa, a pesar de haberlo repetido miles de veces. Claro, no es la misma sonrisa destellante de la empleada del mes, cuya fotografía excesivamente presuntuosa cuelga a la salida del supermercado. 

Sus compañeros no se dan cuenta, los clientes menos. Pero cada día, mientras trabaja, hay pausas sutiles, donde se interrumpe la máquina. Suspiros. Jala el aire, se pregunta cómo terminó ahí. Saca el aire, se pregunta cuánto tiempo pasará así. Observa a jóvenes. Quisiera regresar en el tiempo, a los noventas. Y que la Jenny vieja entregue una carta a la de diecisiete, para advertirle lo que viene. Observa a niños. Envidia en secreto a los que se ven felices, a los que se ven queridos. Observa a los hombres. Le harta cómo la miran. Y a las mujeres. Se pregunta si esa vida es la mejor que existe. 

En las noches, cuando cena sola en la casa que le heredó su padre, mientras sopla para que se enfríen sus macarrones con queso y sus piernas de pollo rostizado, se pregunta si alguien la extraña, si alguien notará cuando no esté, si llegará el día en que pierda la razón. Se imagina a su madre cenando con su nueva familia en una pizzería, en algún suburbio de Nebraska. Y a su padre, recostado en la cama de su celda, charlando con el prisionero que duerme en la litera de arriba. Cree que hay honor en la prisión, le permiten a su padre acostarse abajo porque ya está viejo. Le molesta que hasta esos fantásticos miserables tienen a alguien. 

Pero la vida quizá haya dejado de morderla un poco. Encontró a un ángel. Algo debe tener de especial si un ángel se fijó en ella. Ha colocado su pluma junto a la oreja. No se la quita ni para ir al baño. Le recuerda que la espera del otro lado, que están unidos por cuerdas electromagnéticas que atraviesan los poros del muro. 

III

Condujeron al desierto en su primera cita. Bueno, sólo Jenny pensaba que era una cita. Se recostaron sobre el cofre a pistear, alumbrados por las constelaciones. A ella le gustaba enrollar los dedos entre sus rizos, apretarlos hasta que Daniel sintiera un leve dolor. Esa noche fue la primera vez que lo vio volar. Corrió por la arena unos cuantos segundos, antes de agitar las alas y ascender guiado por el tenue resplandor lunar. Viajaba con la elegancia de los cometas por el firmamento. Se suspendió a miles de metros de altura por encima del auto, antes de precipitarse fugaz y girar alrededor de ella, formando un torbellino que levantaba su vestido. En el acto final, Daniel volvió a esconderse entre las nubes y navegó el océano estelar hasta alcanzar la punta del cerro más alto de la ciudad. 

Cómo deseó que le brotaran un par de alas para flotar de la mano de su amado, emigrar hacia tierras de climas templados, lugares desconocidos donde pudieran inventar una vida nueva. Cuando regresó al auto, Daniel tomó sus brazos y la levantó por los aires hasta la altura de un cedro. Sobrevolaron juntos la antigua laguna salada, Jenny fue besada por los fríos labios del viento nocturno. Al principio sintió vértigo, imaginó que su cuerpo se desplomaría como una piedra de sal y desaparecía al tocar la arena. Pronto se habituó a la tensión de sus brazos, al frenesí violento de blandir sus alas en el aire, obsesionado por palpar cada resquicio de la atmósfera. 

Durante el sosiego de sus travesías aéreas, a unas medias de acabarse un veinticuatro, charlaron sobre el futuro. 

  • ¿Y qué piensas hacer con tu don?

  • Pues nada, supongo. 

  • ¿Cómo que nada? ¡Imagínate todo lo que podrías hacer!

  • No quiero hacer nada. 

  • Podrías ser un héroe. 

  • Eso no deja. 

  • Salir en películas. 

  • No me late. 

  • Un negocio. 

  • Chance. 

IV

Daniel se estacionaba detrás de unos matorrales. Con una lata de pintura negra se rociaba las alas para el camuflaje. Uno de los padres del futuro migrante aguardaba en el auto, mientras el niño y Daniel marchaban hacia el muro. Jenny le avisaba de los puntos que no eran patrullados por la border. Tomaba al chico de la cintura, lo amarraba a él con una soga y emprendía el vuelo hacía un rancho propiedad de unos tíos de Jenny, dedicados al cultivo de alfalfa y cebollín. Había niños que olvidaban haberse despedido de sus padres por la emoción del despegue. Otros se mareaban durante el trayecto, era común que vomitaran sobre Daniel. Aquellos que provenían de una familia religiosa, se sorprendían al darse cuenta que había algo de verdad en las palabras de los sacerdotes. Estaban dispuestos a comportarse propiamente en el país que fuera con tal de no ir al infierno. Y la esperanza del sueño americano no se extinguía tan fácilmente con el buen augurio de ser transportados por un ángel. Nunca estuvieron cerca de atraparlo. Los oficiales no volteaban hacia el cielo. Una vez en tierra, Jenny se encargaba de la entrega del niño con familiares que vivían en Estados Unidos. En una casa, en un parque, en el estacionamiento de un centro comercial. Daniel emprendía el vuelo de regreso a México, como la sombra de un águila majestuosa. Los padres le pagaban la cantidad restante y les permitía una llamada para verificar que el niño estuviera a salvo. 

Duraron casi un año pasando niños y adolescentes, uno que otro adulto flaquito, hasta que Daniel se hartó, a pesar de la lista de espera, a pesar de que al fin ganaba en dólares, a pesar del orgullo de Jenny por andar con el famoso ángel de los migrantes. Ella trató con insistencia de convencerlo, pero las divinidades no siempre escuchan a los mortales. 

V

Daniel acudió a un antro con Quique, su amigo y dealer. En meses recientes, prácticamente sólo era su dealer. No se vistió para un lugar donde tocaban reggaetón y corridos tumbados: sus converse, abrigo negro y una camiseta de Los Smiths. Avanzaron hasta el fondo del bar, mientras contemplaban el choque de mezclilla y lentejuelas, exaltado por un aroma a sudor, malta y pieles ácidas. En una zona exclusiva, rodeado de buchonas, guaruras y sus hombres de confianza, estaba sentado el Román en un trono improvisado. Ojos de víbora, no eran de fiar. También era flaco como las víboras, de esas personas con harto veneno adentro. 

  • ¿Qué pasó pinche Quique? ¿A poco ya vienes a pagar?

  • Todavía no Román. 

  • ¿Entonces a qué chingados vienes pues?

  • Te vengo a presentar a un compa, quiere ver si le das jale. 

  • Ya tengo quien me la chupe – dijo sonriendo, y segundos después, los demás se rieron en coro. 

  • No sabe dar mamadas, me cae – contestó Quique, mientras Daniel luchaba por ocultar su encabronamiento. 

  • ¿Cómo te llamas putito?

  • Daniel, pero no soy putito. 

  • Ah, salió respondón el putito. ¿Y qué puedes hacer?

  • Puedo pasarla al otro lado. 

  • Uy mijo, yo también, hasta me canso. 

  • Pero no puedes pasarla como yo. 

  • Pinche Quique, tu compa es bien mamón. Ya llévatelo a la verga. 

  • Aguanta, deja te enseño. Pero no aquí – prometió Daniel. 

  • Era puro cotorreo, nomás me gusta que me la chupen las rucas. 

  • Vamos al cuarto, pa que veas que no es puro pedo. 

  • A ver pues, pa que ya no estés chingando. 

Acompañados de dos guaruras y el dealer, Román y Daniel entraron a una sala vip. Se quitó el saco, extendió las alas, comenzó a agitarlas con la fuerza de diez ventiladores y voló alrededor del cuarto. 

  • ¡A la madre! ¿No es un pinche truco de magia?

  • Toca las alas, son de verdad. 

  • No güey, te tiene que ver con Don Chito. Se va a poner bien loco el ruco. 

  • Entonces qué, ¿me das jale?

  • Simón cabrón, pero todavía no sé de qué. Ya te dirá Don Chito. 

VI

Sábado por la noche, Jenny cumplió veinticuatro. Le había tocado el turno vespertino. Tres amigas y una tía le habían enviado mensajes de texto. Aunque decían lo mismo cada aniversario, era suficiente para anotarlas en su lista mental de personas que la querían. En los últimos años se había acostumbrado a no celebrar. Se recostó en el sofá a ver series y cenar su pizza favorita, pepperoni con aceitunas negras. A pesar de que su mamá solía olvidar su cumpleaños, se descubría a sí misma preguntándose a qué hora llamaría. Se sentía tan estúpida cuando lo hacía. Daniel no conocía aún la fecha de su cumpleaños, pero ansiaba que fuera el novio que se lo preguntara y se desviviera en detalles este día. Cuando le resultó imposible disfrutar en calma de su programa favorito, decidió llamarlo. 

  • Hola amor. 

  • ¿Quién es?

  • Menso. 

  • ¿Qué pedo?

  • Te extraño mucho.

  • Yo … … … también. 

  • Puro verbo. Si no te busco ni nos hablamos. 

  • He andado ocupado. 

  • ¿En qué?

  • Un jale… 

  • ¿De?

  • Vendiendo chingaderas…

  • Ah… Oye… ¿me quieres?

  • Sí. 

  • ¿Mucho?

  • Sí. 

  • Quiero verte. 

  • Caile. 

  • No puedo, mañana entro tempra. 

  • No vayas. 

  • ¿Tú me vas a mantener?

  • Todavía me queda feria. Vente si quieres. 

  • En la semana te veo mi angelito. 

  • Okey. 

  • Mándame un beso. 

  • ¡Muaaaaa!

VII

Daniel se había imaginado pasando paquetes cada noche, por años. Creía fervientemente que nadie en la border podría atinarle en pleno vuelo, a gran altura, zigzagueando. Pero el negocio ya no era así, mucho riesgo andar de hormiga. Pensó que podía volar junto a las avionetas, resguardando la carga, disparando desde el cielo a cualquier amenaza para el aterrizaje. Don Chito tenía otros planes. Lo incorporó a su custodia personal, andaba todo el tiempo con él, sin armas. Se convirtió en su ángel de la guarda, su dulce compañía. Lo cuidaba cuando se metía líneas de coca, esperaba afuera del cuarto mientras cogía con la joven en turno, cubierta del manto temporal de la belleza. Permanecía a dos pasos de él cuando ejecutaba a un traidor. No lo desamparaba ni de noche ni de día. Pero no sólo lo acompañaba en el jale, asistía a las comidas familiares de domingo en restaurantes exclusivos, a las bodas de sus hijos, al bautizo de los nietos. Hasta fue a darle la bienvenida al cielo a su madre moribunda y a tocarle el pecho a un ahijado, por si le hacía el milagro de extirparle el cáncer de pulmón. De repente aparecía en fotos de Facebook. En la ciudad comenzó a correrse el rumor de que Dios estaba con “Los Chitos”. Que era el cartel divino. Que ellos sólo cumplían los designios del señor. En la iglesia los miraban con otros ojos, le rogaban a Don Chito que les permitiera conocer al ángel, seguros de que lograría convertir a miles de feligreses cuando lo vieran descender de las nubes. Y gente del gobierno también se acercó, creyendo que estarían más dispuestos a negociar. Aunque la paz de Don Chito, no siempre estaba con ellos. 

En distintas venas de la ciudad colgaron mantas y pintaron muros de advertencia. 

“Nos bale verga que tengan un hangel, se los vamos a desplumar”.

“Agarrate Don Chito, venimos por ti, ni tu angel de la guardia te va a salbar”.

“Te bas a ir al infierno pinche Chito culero, con todo y tu hangel”. 

Una guerra más. Don Chito ya tenía varias incrustadas en la memoria. No quedaba de otra. Armarse, andar a las vivas. Había llegado la hora, de entregarle a Daniel su cuerno de chivo. 

VIII

  • Qué onda mija. 

  • Hola amor. 

  • Ocupo un paro. Ando metido en una bronca…

  • ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

  • Estoy bien, pero no tengo mucho tiempo… 

  • ¿Qué necesitas?

  • ¿Me puedo ir contigo?

  • Claro, vente. 

  • Me cruzo en la noche, te veo en el rancho. 

  • Ok, te espero ahí. 

  • Oye, ¿y podemos irnos más lejos?

  • Pues mi mamá vive al norte, en Nebraska. Puedo pedirle que nos consiga un lugar, tengo unos ahorros. 

  • Muchas gracias Jenny, te veo más tarde. 

  • Vente con cuidado Dani. Te amo. 

IX

Jenny tenía pocos recuerdos de su padre. El último ocurrió en el patio de su casa, a los diez. El día en que le enseñó a jugar a las canicas. Su papá escarbó un hoyo de pocos centímetros de profundidad. Lo llamó la “choya”. Marcó una línea en la tierra, desde ahí tenían que disparar las canicas. La uña se convirtió en un gatillo, aprendió a cerrar los ojos para apuntar mejor. Evocaba cómo se recostaba en el polvo para afinar la mira. Parecía un insólito universo, quién sabe a cuántos años luz, donde escasos planetas de cristal orbitaban trayectorias discontinuas, alrededor de un agujero café. De pronto se volvían vitales las irregularidades del terreno, las pequeñas piedras, los rumores del viento. Un mundo invertido, luchar por caer primero en el hoyo. Cómo disfrutaba el tronido de los cristales, cuando alejaba la canica rival hacia el espacio exterior. Su canica favorita tenía un ojo de gato, envuelta en un verde cremoso. Cuando al fin era momento de festejar la victoria, escuchó el retumbar de las apresuradas pisadas de su padre. Sólo alcanzó a verlo escalar como un chimpancé la barda del patio. Atravesó el césped de varios vecinos, hasta que tuvo la mala fortuna de encontrarse con un doberman. Los ladridos alertaron a los policías, quienes lo descubrieron abrazando las ramas de un árbol. Jenny se preguntaba si temía más a unas mordidas de perro que a la prisión. Aquella fue la última vez que lo miró en la calle. A su mamá no le agradaba que la acompañara a las visitas, sólo se pasaron pocas cartas. A los quince dejó de escribir. Su mamá, más tarde de lo que hubiera deseado, encontró una pareja y se mudó. Jenny no se quiso ir. Prefirió esperar a papá en la vieja ciudad, aunque por todos los cargos, jamás iba a salir.  

X

Jenny hizo guardia hasta el amanecer recostada en el techo. Frente a la puerta yacían los cigarrillos mutilados que había arrojado. Cuando el sol le quemó el rostro se dio cuenta de que no aparecería. Por alguna razón había creído que las alas le otorgaban inmortalidad. De repente, su cuerpo la traicionó y volvió a llorar como una niña. Su piel registraba los movimientos telúricos de las partidas. Se limpió las lágrimas con su chamarra de mezclilla y se colocó sus gafas oscuras por si algún pariente madrugaba. En el viaje de retorno, cargada de maletas con ropa vieja y sueños roídos, oyó un programa en la radio donde reportaban el horóscopo. 

“Piscis: no tengas miedo de abandonar tu zona de confort,

detrás de ella se esconde tu felicidad”. 

En medio de otro diluvio de lágrimas, se sintió tentada a cruzar la frontera en busca de Daniel, pero se contuvo. Hasta el día de hoy no sabe bien por qué. Habrá sido el instinto de preservación que le heredaron sus padres. Intuyó que Daniel ya no estaba en la tierra. O simplemente, no lo quería demasiado como para correr el riesgo. Aún no había renunciado, así que al entrar a casa arrojó la ropa en el sillón y se metió a la regadera. Siguió su rutina militar: se puso el uniforme, desayunó wafles y un chocolate, condujo al supermercado. Así continuó la semana, en automático. 

Un jueves por la noche, a punto de dormirse en el sillón, la despertaron decenas de mensajes al celular. Todos enviaban el mismo video. Un hombre alado sobrevolaba una mansión y arrojaba una bomba, a plena luz del día. Tras la explosión escaparon hombres en llamas, pero el ángel descendía a exterminarlos con una ametralladora. Lo llamaban “Luzbel”, el “jinete del Apocalipsis”, también el “Ángel sicario”, brazo derecho de Don Chito. Ya no había salvación si Dios y los ángeles estaban de su lado. Jenny casi no reconocía el rostro de Daniel, no tenía la misma mirada, ni la sonrisa. Su ángel había caído, a un hoyo que atraía a todos violentamente. En algunas ocasiones, cuando andaba en su viaje, contaba a desconocidos su historia de amor con el primer narco-ángel que había existido. Nadie le creía, se reían de ella cuando agitaba unas alas imaginarias, bien grifa. 

Bio

Ariagor Manuel Almanza Avendaño. Born in Mexicali, Baja California, Mexico in 1982. Clinical psychologist, professor and researcher at the Faculty of Human Sciences, Autonomous University of Baja California, Mexicali Campus. He won first place in the I Horroris Causa 2022 International Short Story Contest held by Desliz Ediciones, with the story “El zopilote”. In December 2022, his story “Dr. Cigueña” was published in Sputnik magazine. In March 2023, his story "Jimena Ayala" was published in Cinosargo magazine. His last publicacion was the story “Polvo de hadas”, in the anthology “El tiempo te mastica sombra”.