Alex V. Cruz
Si de tu pecho brota una hoja, entonces eres árbol
Lo bueno de ser árbol es que mi existencia dejó de ofender a mi padre.
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La primera vez que lo noté me refugiaba en el pequeño baño de nuestro apartamento de quinto piso, donde los suelos crujían al pisarlos, y las paredes parecían de hechas de cartón. Solo tenía un mes de haber llegado al país de rascacielos e inagotable luz, pero ya parecía hartar a mi padre con mi presencia. Me miré en el espejo del baño, donde ni todo el cloro comprado en la tiende de 99 centavos pudo eliminar la mohosa peste, y vi como mis ojos tristes, mi cara aun manchada por el sol caribeño, y mi pelo de rizos apretados, eran la imagen calqueada y menos cansada del rostro de mi padre.
Al hombre, quien desde que yo era muy niño se aventuró al país de los sueños y poco dormir, y solo lo conocía por anécdotas de mi madre y la mensualidad que nos enviaba mientras salían nuestros papeles y ahorraba lo suficiente para recibirnos en el pequeño apartamento. Desde el momento que nos vio salir del aeropuerto, y me dio el obligado e incómodo abrazo de recibida, me di cuenta del asco que retorcía su cara al robar miradas en mi dirección. Él era un hombre pequeño y corpulento, mientras que yo crecí flaco y larguirucho.
“Parece un palo! Ojala sirva para algo,” dijo al verme, y nunca me volvió a dirigir la palabra por todo el camino.
“Mira, mami,” dije, mientras mi padre manejaba por la autopista, mis manos plasmada en la ventana de la vieja carcacha y mirando los enormes edificios balancearse en pequeñas fundaciones como malabaristas.
“Que asorao,” murmulló entre sus dientes, pero tanto mi madre como yo lo escuchamos, si de que vale un insulto que no llega a los oídos del insultado.
Mientras me miraba en el espejo, y me preparaba mentalmente para enfrentar la tarde silenciosa de domingo, vi un verde intenso sobresalir por debajo del cuello de mi camisa. Era una hoja de un árbol desconocido, que al jalar se desprendió de mi piel como si estuviera pegada a mis entrañas. Un intenso dolor repentino disparó momentáneamente por todo mi cuerpo empezando por las plantas de los pies, hasta el tope de mi cabeza. Una gota de sangre manchó mi camisa, y usé papel de baño para ahogar la pequeña herida que dejó la hoja arrancada, cual descargué por el inodoro, y que se atascó en los pisos bajos, causando inundación y malos momentos a los vecinos después de sus alivios corporales.
Comenzaron las clases de bachiller y los chicos se burlaban de mi ropa anticuada, y tenis de marcas desconocidas. En la escuela todo era raro: el piso muy duro, los libros muy pesados.
La vergüenza diaria de no hablar inglés se convirtió en rutina, y el pequeño apartamento encogió dramáticamente al llegar el frio infernal de invierno. Cuando mi padre se apiadó de las manos frías de mi madre, encendió la calefacción y el aire caliente y seco hacía brotar sangre de mi nariz. Mi madre consiguió trabajo de costurera pisué de segundo turno, y pasaba toda la tarde y noche fuera de casa. Yo busqué refugio en la pequeña biblioteca de esquina, donde hacía mis tareas y hojeaba libros que no entendía.
Cuando el hambre arrancaba mis entrañas, no tenía opción más que dejar mi refugio y dirigirme a casa, donde sabía que me esperaba mi padre con comentarios entre dientes. Subía las escaleras despacio para no molestar a los vecinos. No calentaba mi cena, la que cocinaba mi madre antes de ir a trabajar, y mi tenedor no rascaba el plato de arroz con habichuelas, ni tocaba mis dientes. Me aseguraba de no moverme mucho en la silla de aquella cocina que también contaba como nuestra sala y el sofá que doblaba como mi cama. Después de dejar mi plato en el fregadero me sentaba de regreso en la silla y miraba por debajo de mis pestaña la televisión sin molestar.
El hombre veía todas las tandas de noticias una detrás de la otra. “Esto se está acabando,” opinaba de vez en cuando. Yo me quedaba callado. Pronto mi padre se iría a dormir, y yo prepararía el sofá con las sábanas y almohadas arrinconados en la esquina, hasta tarde en la noche cuando mi madre me despertaba al llegar del trabajo.
Cuando mi madre llegaba del trabajo siempre se sentaba en mueble por mis piernas y me preguntaba entre susurros como fue mi día. Yo temía contestarle por no despertar al monstro que dormía bullosamente en la única habitación del apartamento, y que nos mandara a callar como siempre lo hacía. Podía ver que retenía un suspiro al notar el miedo en mis ojos. Una noche mi madre apretó mi mano muy fuerte y lo interpreté equivocadamente como un: Sé lo que sufres. Pronto nos iremos de esta casa bien lejos de ese hombre.
Un viernes en la noche, después de mi escape de rutina, llegué a un apartamento inundado de testosterona y cerveza. Mi padre invitó a unos cinco amigos de la fábrica a ver la pelea de luchadores que no conocía, tornando aquel pequeño apartamento en una prisión claustrofóbica.
“Aquí ‘ta mi muchacho,” dijo al verme, ofreciéndome el asiento de su lado. Lo tomé aún con mi mochila a espaldas y mi padre, seguro para mantener apariencias, colocó su brazo alrededor de mis hombros y, con aliento de cebollas podridas y muerto bañado en cerveza caliente, me dijo a los oídos: “Nada de mariconerías, me oite?” No dije nada, solo me paré del asiento y sin tener a donde ir, más la habitación de mis padres estaba fuera de límites, y el baño estaba ocupado, terminé parado al lado de la estufa, con mi mochila en el suelo y contra mis pies.
Durante comerciales, uno de los hombres, quien pasó la mayor parte de la pelea mirando en mi dirección, se levantó de su asiento, y mientras los otros hacían sus apuestas, se acercó y me ofreció una cerveza. Negué con la cabeza.
“Como están las niñas del liceo?” me preguntó.
“Bien,” contesté, sabiendo bien lo que preguntaba.
“Si yo tuviera tu edad,” continuó el hombre, “en la high school aquí, tuvieran cogiendo to esa tipita to lo día.” El hombre, con su cerveza en mano, hizo un gesto con sus manos y sus caderas y no tuve opción que levantar la mirada al techo en busca de cualquier otra cosa que ver.
“Tu como que eres rarito,” dijo, antes de regresar a su asiento cuando la campana de la pelea anunció su comienzo. Sentía como la mirada de mi padre hacía agujeros en mi cráneo. Allí, sin lugar a donde ir, me quedé hasta que terminó la pelea y los hombres dejaron sus sillas y se marcharon.
“Y a ti que te pasa?” gritó mi padre después de que quedamos solo. “Tu sabe la vergüenza que me da? Ahí parao como un maldito palo.” Sin tener donde escapar, coloqué mi mochila debajo de la mesa y esquivé la mirada de mi padre mientras me ocupaba en recoger las botellas de cervezas vacías.
“Contetame cuando te hablo,” gritó. Yo sabía que de esta no tenía salida. Si contestaba se iba a molestar, si seguía callado también se iba a molestar. La puerta estaba detrás de mí, y aunque no tenia mi abrigo puesto, contemplé salir por ella y buscar refugio en las frías calles de la ciudad de Paterson.
“No me preguntó nada,” dije, como vaca al carnicero.
“Qué?” preguntó con un tono de sorpresa al escuchar mi voz, como si no la reconociera. “Tú me’ta respondiendo?” dijo. Se paró frente a mí, con el pecho alto como gallo de pelea. “Tu no ere na’. Tu ere una mierda. Tu no trabaja y lo que hace es vivir de mi miseria. Ten cuidaito, marica, que yo te mato.” Me empujó y caí encima de una botella que rompió al chocar con mi cadera, apuñalándome con una daga de vidrio.
Mi abrigo se enchumbó de sangre, y aproveché que mi padre entró al baño satisfecho con la exhibición de su masculinidad, para levantarlo y mirar la parte inferior de mi espalda y ver el daño que el filo de la botella causó en mi piel. Aunque la herida parecía profunda y talvez necesitara ser vista por un médico, lo que realmente me llamó la atención fuero las tres hojas, tan secas como las que aún faltaban por caer de los arboles tristes de las calles, igual de pegadas como las que encontré esas primeras semanas de mi tiempo en esta tierra fría. Las hojas se desmoronaron entre mis dedos, pero los tallitos seguían tiesos y tercamente pegados a mi piel. Recordé el dolor intenso que sentí aquel día al desprenderla de mi cuerpo, y entonces decidí dejar los tallitos intactos a ver si ese problema se resolvía solo.
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No volví a ver otra hoja hasta la primavera, cuando mi padre trajo un enorme tarro de barro que encontró botado en la calle de un barrio de gente rica. “Pa’ cuando tengamo una casa grande,” le dijo a mi madre, quien estaba preparándose para ir a la misa de cuaresma. Llevé mi plato del almuerzo al fregadero y lo lavé.
“Mira,” le dijo a mi mama. “Si se para adentro parece un palo seco.” Mi madre no lo encontró gracioso, y tomo sus llaves y se fue. Yo salí con ella, pero caminamos en sentido contrario. Yo me dirigí al parque donde me senté un rato ya que el sol recordó como calentar.
La tierra olía fresca, tibia, y deliciosa. En ella se encontraban numerosos brotes verdes de plantas que no conocía, pero que parecían dedos buscando alcanzar el sol. Los árboles estaban llenos de botones de flores que salían antes que las mismas hojas. Enterré mis dedos en la tierra y sentí como la mugre encontraba hogar entre mis uñas veganas. Cerré los ojos y miré hacia el sol dejando que calentara mi cara de la manera que lo hacía en mi tierra lejana.
Tenía ganas de venir a este país. Era el sueño de todo joven creciendo en La Vega. Pero también sentía miedo de conocer y llamar padre a ese hombre extraño que nunca había visto y que nunca tomo tiempo de ir a conocerme. En mi tierra, aunque calentada por un sol en busca cocinar a vapor a sus andantes, y los huracanes que no se perdían las fiestas patronales, contaba con una libertad que no he vuelto a sentir desde que pisé suelo en este lugar. Aquí mi futuro era incierto, en mi país no había futuro, pero como aguantar los años que quedaban de escuela con un hombre que ve en mi la desgracia de su vida.
Si solo hubiera una manera de complacerlo para que me dejara en paz.
No fue fácil arrancar mis dedos de la tierra. Las raíces habían corrido tan profundo que mis manos terminaron pareciendo tener zanahorias como dígitos. Va a ser difícil escribir con lápiz, pensé. Caminé hacia el apartamento rascándome el pecho, donde sentía una comezón ardiente y ronchas duras como si estuviera experimentando una severa reacción alérgica.
Fue difícil abrir la puerta del edificio con mis dedos puntiagudos y flecosos. Nuestros vecinos del primer y segundo pisos estaban fueras de sus apartamentos pero mirando hacia dentro con caras asustadas.
“Que pasa?” pregunté al verlos.
“La tubería se convirtió en un árbol,” dijo la vecina. “Por Dios,” añadió al verme. “Tienes la cara llenas de totumas.”
Pude ver por su puerta como la pared de su apartamento estaba en grietas y entre las rajas se podía apreciar la corteza de un tronco fuerte y en salud plena, con ramas que habían perforado su anticuado papel de paredes, enredándose entre las cadenas de la lampara colgante.
Mientras continuaba el ascenso a nuestro apartamento, podía sentir como las paredes y los pisos de ese edificio rujían por el crecimiento repentino de aquel árbol y me peguntaba si ese acontecimiento tenía que ver con la hoja de descargué por el inodoro hace ya muchos meses.
Ni mi padre ni mi madre estaban en casa, cual continuaba rugiendo y temblando como si tuviera vida. Las paredes de la pequeña sala y cocina se agrietaron. El mueble en donde dormía fue empujado fuera de lugar por una rama protuberante.
Recurrí al espejo del baño para mirarme la cara, y tal como la describió la vecina del piso de abajo, tanto mi cara como mi piel estaba empelotadas. Reventé una de las totumas con mis dedos de zanahoria y brotó un botón de flor desconocida que cayó y floreció al hacer contacto con el suelo. Me quité la camisa y mi cuerpo moreno estaba lleno de botones a punto de florecer. Por el espejo vi como la tapa del inodoro poco a poco se levantaba y por ella salía una rama que alcanzó su madures en el mismo centro del baño y me saludó con una flor idéntica a las que brotaban en todo mi cuerpo.
Sentía mis brazos y coyunturas endurecer y sabía que era poco el tiempo que me quedaba. Me quité los pantalones con mucha dificultad y ya quedaba poco reconocible de mis piernas. No podía dejar de pensar en el tarro. Mis piernas temblaban con anticipación y me emocionaba al pensar de que la vida puso en mi camino la manera perfecta de complacer a mi padre.
Desnudo y con mucha dificulta me hice camino hacia la sala donde el gigantesco árbol se había liberado de las paredes y florecido en lo que quedaba de casa. Las inmensas ramas, ya llenas de hojas, posicionaron el tarro perfectamente en el centro de aquel lugar. Al acercarme vi como estaba lleno de tierra húmeda esperando por mí.
Enterré mis piernas y sentí como las raíces crecían y se establecían en su nuevo hogar. Mi piel floreció en una explosión de flores rosadas y hojas verdes. Tanto como mi cuerpo y mis extremidades endurecieron y de mí no quedaba más que la silueta.
Al poco rato entro mi madre y mi padre a lo que quedaba de apartamento. Los dos quedaron con la boca abierta al verme como pieza principal de la sala.
“Qué bello!” exclamó mi madre.
“Y en el mismo medio,” dijo mi padre. “Y ahora como voy a ver la televisión?”
Bio
Alex V. Cruz is a Paterson-born, Dominican-raised speculative fiction writer. He writes Dominican Magical Realism and Urban Fantasy. Alex graduated Magna Cum Laude from Columbia University with a degree in Creative Writing and Hispanic Studies. He is a recent graduate of Clarion West and a member of Tin House’s 2021 Young Adult Workshops. His publications include: “Matrifagia: Los diablitos de Doña Juana,” published by SmokeLong en Español, and “Marisol and the Gallina Dichosa” forthcoming in Quislaona: A Dominican Fantasy Anthology.
Discover the writings of Alex V. Cruz on Instagram and Twitter @Avcruzwriter.